Juan Carlos Lemus
Eran tiempos en los que la Ciudad de Guatemala resplandecía por las presentaciones de ópera. Para el 1900, el Teatro Colón tenía 40 años de existencia y ofrecía obras como Lucia de Lammermoor, de Donizetti, Aída, de Verdi y La Bohème, de Puccini. Era una época en la que las diversiones para los capitalinos consistían en paseos a Jocotenango, excursiones a Amatitlán, conciertos de marimba y observar autos sacramentales en los atrios de las iglesias.De esa cuenta, los diarios publicaban crónicas de bailes, además, noticias como esta: “El sábado próximo partirá con dirección a la Antigua, el maestro don Germán Alcántara, quien dirigirá los conciertos en el Teatro Municipal a favor del Hospital de aquella ciudad”. (Diario de Centro América, 1 de mayo).
De vez en cuando se sabía de la captura de algún ladrón. Por eso, no es de extrañar que un incendio, ocurrido en julio de 1900, ocupara el centro de las noticias. El hecho sucedió cuando la Banda Marcial, dirigida por el maestro Aquilino Castro, recién terminaba de dar un concierto en el jardín La Concordia. A eso de las 21 horas, los sacristanes de la Catedral y de San Sebastián dieron la alarma al hacer sonar las campanas. El incendio se originó en la casa 23 de la 6ª. Avenida Norte y amenazaba con extenderse hacia las casas vecinas.
Para apagar el fuego se hicieron presentes el director de la Policía, general Ovalle, y el subdirector, coronel Larrave, cuatro comandantes y el Juez de Aguas, más docenas de policías y 50 jóvenes voluntarios. Entre todos socavaron el incendio. Al día siguiente, por orden del Juez 2º. de Paz, queda preso don Francisco Redondo y Álvarez, quien alquilaba el lugar (el cargo: se le quemó la casa) junto con su sirvienta, a pesar de que ella “había dejado de trabajar desde las 18 horas”.
El país, por entonces, tenía un millón y medio de habitantes. Una casa podía tener 17 piezas, tres patios grandes, dos pajas de agua y un valor de 50 mil pesos. También las había de 10 mil pesos. El lector podrá sentirse frustrado de no poder hacer una comparación, ni siquiera remota, con los precios de la actualidad. Basta añadir que un tiempo de comida podía costar dos pesos, acompañado de una cerveza El Gallo, El Fraile o El Cabro. Por entonces, un diario anunciaba un extraño restaurante: The Billiken. Tenía licores finos, un cocinero japonés especialista en pasteles de frutas y en hacer tamales los sábados.
1910
Si filmáramos una escena cotidiana de ese año, nuestra cámara enfocaría el paso de una vieja diligencia tirada por unas mulas que van siendo latigueadas por un chofer. El ruido de las llantas contra el suelo empedrado se escucha a una cuadra a la redonda. La diligencia se detiene frente a la Catedral (cuyo frontispicio tiene imponentes estatuas de los cuatro evangelistas), y de ella desciende un adulto de 26 años de edad; viste levita negra, lleva un bastón en la mano, corbatín y sombrero de a tres pesos. Fuma un Parisiense (los cigarros anunciados como “Los mejores de Centro América, los únicos que no son contagiados por manos de obreros”). El caballero no es rico ni es pobre. Viste de traje porque así es la moda capitalina. En su muñeca luce un reloj que bien pudo haber sido comprado en La Perla, tienda de don German Porcher.
Un niño viene dando saltos por la banqueta y, sin querer, pasa empujando al adulto que se sacude y lanza una maldición.
El niño, sin inmutarse, continúa hacia la botica. Quizá lo enviaron a comprar un frasco de Ozomulsión y unas píldoras del doctor Ayer, de esas para cuando la lengua “se pone saburrosa y el apetito escasea”; después, irá a la tienda de Rigaud y Compañía, por unos polvos de Kananga.
Al momento del pequeño incidente, del otro lado de la calle, otro niño lo observa todo, con simple curiosidad. También sigue su camino hacia el Pasaje Aycinena.
Pegado en una pared, un cartel anuncia que esa noche, en el Teatro Variedades (inaugurado en 1909), se presentará en Guatemala la famosa actriz mexicana Virginia Fábregas.
El caballero sigue su camino y a media cuadra se cruza con una mujer. No la conoce, pero levanta su sombrero, como es normal, en muestra de respeto. La mujer que pasa, saluda. Está embarazada. Lleva vestido hasta los tobillos, botines viejos, mangas largas, cuello alto y un sombrero de ala ancha.
La escena es irreal, pero aquel adulto bien podría ser Rafael Arévalo Martínez, quien para 1910 tiene 26 años de edad, el niño que lo empuja —y que Rafael maldice— sería Luis Cardoza y Aragón (9 años), el otro niño que observa, del otro lado de la calle, tiene 11 años y se llama Miguel Ángel Asturias. La señora embarazada, por cierto, dará a luz el año próximo y nombrará a su hijo Mario Monteforte Toledo.
No obstante la irrealidad escénica, los datos son exactos y el hecho pudo suceder en una Guatemala relativamente pequeña, cuya actividad citadina se centraba alrededor de unas cuantas tiendas, la ópera y los paseos en días soleados.
Por aquellos días, ya se conocían las glorias de la marimba, pues el conjunto Sebastián Hurtado e hijos había sido, en 1908, el primer grupo que se presentó exitosamente en Estados Unidos. Así lo afirma Léster Godínez en su libro La marimba guatemalteca, y explica que por entonces ese instrumento absorbía ritmos como el ragtime, el foxtrot, charlestón y los inicios del jazz.
Un individuo nacido en 1900 formaba parte de un millón y medio de habitantes, según el censo de 1921. La economía del país se encontraba claramente dividida. “Las clases dominantes dependían de la exportación del café; los alimentos los producían generalmente campesinos, tanto indígenas como ladinos, pero principalmente los primeros (...) El sistema se basaba en el trabajo forzoso y en el trabajo por deuda o peonazgo. Ambos eran rechazados por las comunidades indígenas, pero el amplio control militar y la permanente amenaza de la violencia estatal no dejaba otra alternativa que conformarse”. (Richard N. Adams, en La Epidemia de Influenza de 1918-1919).
En cuanto a las clases sociales, explica Alfredo Méndez Domínguez (en Las clases sociales, de 1898 a 1944), “al principio de dicho período la sociedad estaba segmentada en tres grandes bloques: la clase alta ladina, gente conocida o “decente”; los ladinos pobres y los indígenas”.
Los terremotos de 1917 y 1918 destruyeron la infraestructura hospitalaria y de Beneficencia Pública; el Teatro Colón, el Museo de la Reforma y las estatuas de los cuatro evangelistas de la Catedral. La reconstrucción del país fue lenta y se vio agravada por la epidemia de influenza en 1918.
1920
La Ciudad de Guatemala estaba rodeada por algunos pueblos como el de Jocotenango, San Pedro Las Huertas, la Villa de Guadalupe y Los Guardas, que representaban las salidas de la ciudad (Héctor Gaytán en Historias de la Ciudad de Guatemala).
En 1920, capitula Estrada Cabrera, quien había permanecido en el poder durante 22 años.
En el boxeo, los favoritos eran Joe Firpo (José Raúl Lorenzana) y el campeón Panterita. En esta década surgen los primeros Juegos Deportivos Centroamericanos.
“El año 1921 fue el de mayor actividad deportiva hasta entonces, en toda la historia del país. Propuesta y patrocinada por el Diario de Centro América, se realizó ese año, en el lago de Amatitlán, una competencia de natación de 2 mil metros, la que atrajo una enorme concurrencia de espectadores que se trasladaron desde la ciudad de Guatemala a la cercana localidad, en tren, carruajes, autos y bicicletas”. (Richard V. McGehee, en La década de 1920 y los Primeros Juegos Deportivos Centroamericanos).
Los ojos de la moda estaban puestos en París. Jabones y sombreros, pañuelos y perfumes, vestidos y sombrillas, todo parecía voltear hacia el faro de luz procedente, por barco, de aquellas tierras. Los roles femeninos y masculinos estaban completamente polarizados. Ellas eran para la moda, el baile, la casa. A las mujeres se les consideraba poseedoras de inferioridad física, intelectual y moral. Se publicaban listas de libros solo para hombres (anuncios de librería Lumen), entre los que se encontraban El Satiricón, Dafnis y Cloe, El pícaro oficio y Las noches de un botánico.
Además, se advierte a las mujeres sobre los peligros de la cartomancia: “La practican casi siempre mujeres que ha aprendido su arte en el paulatino descenso de su vida moral por trastiendas de restaurantes y sitios prohibidos; cuando les ha pasado la época de atracción y devaneos, cuando están ya en el otoño de su manoseada hermosura” (El Imparcial, julio de 1925).
1930
Si bien la forma de vestir era “elegante”, básicamente para diferenciar a los ladinos del resto de la población, un editorial de este año, de El Imparcial, hace una crítica en la que refiere que los hombres van enfundados en “trajes luctuosos, plagados de manchas y de mugre”. Argumenta que además de tiesos y caros, no pueden ser lavados con frecuencia y los usan, incluso, en tiempos calurosos. Y es que los casimires europeos no debían ser lavados a diario. Estaban de moda los sombreros Stetson. Las mujeres también debían usar bastantes trapos encima, aún en los días de mucho calor.
Para entonces, el Teatro Pálace ya presentaba películas como El Danubio, y al país llegaron los trimotores de pasajeros de Pan American Airways.
Jorge Arias de Blois, en su ensayo demográfico para el período de 1898 a 1944, cita la existencia de tres censos. En este sentido, aclara: “De acuerdo con los ajustes hechos a las cifras demográficas, alrededor del año 1930 la población de Guatemala alcanzó los dos millones de habitantes, que supuestamente era, según algunos autores, la población existente en Guatemala a la venida de los españoles”.
Por esta época fueron famosos los Chocanitos. Se les veía pasar, a veces, del brazo de su madre. Eran los hermanos Aragón Carrera, relata Héctor Gaytán en Historias de la Ciudad de Guatemala. Descendían, probablemente, de una de las familias adineradas de Guatemala que perdieron toda su fortuna. Estos hermanos vivían en una casa del barrio de Santo Domingo. Vestían levita y sombrero. Uno de ellos improvisaba versos y se los recitaba a las damas que pasaban por las calles de lo que hoy conocemos como Centro Histórico. En sus manos llevaban una canasta con alimentos que la gente les regalaba. Ambos tenían retraso mental, pero tenían fama de cultos. La gente los llamaba los Chocanitos, en alusión al poeta peruano José Santos Chocano (Perú, 1875-1934) quien por entonces vivía en el país.
La educación
La enseñanza de la primera mitad del siglo XX tuvo énfasis en los valores morales. Pero, además, los ahora adultos todavía recuerdan el rigor con el que fueron educados. Un editorial de El Imparcial, de esos años, denuncia la crueldad y golpes contra los niños por parte de padres y tutores. En algunos casos, les pegaban “con látigos”, los ponían de rodillas y hasta los amarraban. Además de eso, se inculcaba el temor al pecado so pena de caer en las llamas del infierno.
De 1940 a 1950
Para entonces, el país tenía unos dos millones 300 mil habitantes.
La primera mitad del siglo XX fue terreno fértil para la creación y escritura de las leyendas de Guatemala. El Cementerio General, el Cerrito del Carmen, la Calle de la Merced, el Hipódromo del Norte, la Avenida Juan Chapín y el potrero de la Corona (lado norte del Cerrito), era sitios donde se aparecían la Llorona, el Cadejo, la Siguanaba y el Sombrerón, entre muchos otros espantos que incluyen a La monja sin cabeza y a Pie de Lana. Varios fueron los escritores que describieron estas leyendas. Otros retrataron personajes, oficios y costumbres de la época. Uno de los más destacados a quien se conoce como el gran retratista de las costumbres de los años que van de 1900 a 1950, es el escritor Carlos Samayoa Chinchilla (1898-1973). En su libro Chapines de ayer, el arriero, la tendera, la solterona, el policía, la beata o el carbonero son personajes que aparecen vivamente retratados.
Ya estaban establecidas en el país las colonias árabe, alemana, china, estadounidense, italiana y española, entre otras. Según las Memorias de la Secretaría de Fomento, en 1928 la tierra en manos de extranjeros representaba el 41.6 por ciento del total de las propiedades agrícolas.
El individuo que nació en 1900, hacia 1950 tuvo 10 presidentes, dos terremotos, una peste, dos guerras mundiales y significativa evolución de los medios de transporte.
En la actualidad, muchos abuelos recuerdan la seguridad en tiempos de Jorge Ubico, quien gobernó Guatemala de 1931 a 1944. Una noticia de 1940, en Nuestro Diario, destaca que un policía se encontró “una bolsa de cuero de color amarillo, que contiene en su interior la suma de ciento cincuenta y tres quetzales en efectivo...”
Fue una época en la que el entretenimiento se centró bastante en el cine. Estaban disponibles los teatros Lux, Pálace, Cápitol, Variedades y el Rex, donde Libertad Lamarque protagonizaba Besos brujos o se destacaba Lo que el viento se llevó, producida por David O. Selznick, en 1939, y que le hizo ganar un Oscar a la Mejor Película.
Un viaje de Guatemala a El Salvador duraba de las 4.35 horas hasta el 16.45 horas del día siguiente, con trasbordo en Zacapa. Pero, además se podía hacer una jornada de ocho horas entre Guatemala a Puerto San José.
El individuo no vivía al margen de los acontecimientos políticos que marcaron el país. El más importante de esa primera mitad del siglo XX, sin duda, fue la Revolución de Octubre de 1944, y que fue truncada en 1954.
El valioso cuadro estadístico comparativo de las repúblicas hispanoamericanas, en 1930, de Alfredo Schlesinger, muestra datos en los que indica que para ese año Guatemala tenía unos dos millones de habitantes.
Fueron enviados y recibidos un millón 672 mil 451 mensajes telegráficos.
Contaba con 385 oficinas postales
Había tres mil 145 aparatos telefónicos
Cantidad de vehículos: tres mil 94 (2 mil 101 autos, 791 camiones y 202 autobuses).
NOTICIA DE 1925
“Sombrilla perdida. Una estimable señorita de esta capital encontró el lunes último en la iglesia de San Francisco, después de la misa de once, una sombrilla que seguramente se extravió a alguna de las feligresas. La perdidosa puede pasar a recogerla a la casa No. 1 de la 16 Calle Poniente, donde se encuentra a disposición de su dueña, previa identificación”. (El Imparcial, 3 de julio)
El arriero
“Magra y quemada la figura, el sombrero de petate echado sobre la nuca, los ojos oscuros y lucientes bajo los gusanos de las cejas altas polainas de timbre que le llegaban arriba de las rodillas; firmes las riendas de cuero entre las manos talladas en madera de guayacán... ¿De dónde viene el señor arriero al acompasado tranco de su macho retinto? Sibinal, El Tumbador, Olintepeque, Siquinalá, Los Encuentros, Acatenango, Masagua, Coyolate, El Jícaro, San Agustín Acasaguastlán...Bueno, ¿para qué hablar más, si él conoce a esos y otros muchos lugares como la propia palma de su mano?
-Adiós, amigo, ¿cuántas leguas me faltan para llegar a San Rafael Pie de la Cuesta?
-Espero, a ver tantito, si... Cuatro cagadas de mula, usté; ni una más ni una menos. Cuéntelas bien, ya lo verá.
-Muchas gracias.
-No hay por qué darlas... Cuidado con el río, que a veces sabe venir mero bravo”.
(Fragmento del libro Chapines de ayer, de Carlos Samayoa Chinchilla, 1898-1973).
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