viernes, 29 de julio de 2011

Dos años sin La Mocosita*/ era una hermosa elefanta del parque Zoológico La Aurora

La hembra que obsequió su soltería a varias generaciones.


Por Juan Carlos Lemus

Una caída, un daño crónico en el hígado y en los riñones, un paro cardíaco, lo que haya sido, algo acabó con la vida de la Mocosita, el sábado 19 de julio del 2008.La hembra —gorda y soltera hasta la muerte— vino de su natal Calcuta, India, cuando tenía 3 años. Murió, entre sollozos de muchos, a los 56 de edad.

Una corte de elefantes blancos habrá descendido para llevársela. Allá voló, agitando sus orejotas de Dumbo aquella simpática bola de carne arrugada que al verla comprendía uno a cabalidad la greguería de Ramón Gómez De la Cerna: “La mujer mira al elefante como queriéndole planchar”.

Por cierto, el mismo autor escribió: “Los elefantes parece que tienen en las patas las muelas que no tienen en la boca”.

Llegó a vivir con cuatro toneladas de peso. Cuando murió, la Policía Municipal tuvo que usar una retroexcavadora para llevarla a la fosa. Todavía está enterrada, entre heno y cal, atrás del recinto destinado a los paquidermos en el Zoológico La Aurora, donde vivió durante 53 años.

El más grande poeta peruano —y acaso de toda América—, César Vallejo, escribió en su poema Himno a los voluntarios de la República: “Sólo la muerte morirá! ¡La hormiga traerá pedacitos de pan al elefante encadenado!” Allá andarán en caravana las hermanas hormigas, todos los días, dándole sus trocitos de zacate y chicles del suelo.

¿Habrá vivido, me pregunto, más tiempo enjaulada que si hubiese quedado libre en su Calcuta querida? La jaula, aunque de oro, jaula es, dice un adagio.

Pero con todo y eso, mucho hemos de agradecer varias generaciones el que hayamos tenido ante nuestras narices aplastadas en la malla a la Mocosita, que solía dar espectáculos de buen y mal humor. A veces se bañaba en tierra; otras, se orinaba con largueza. En sus recreos se balanceaba como quien está próximo a dar un brinco sin darlo; y siempre parecía saludar con su moco bien babeante, elevado sobre la testuz.

Si los hinduistas tienen razón, un día seremos elefantes, pero también moscos, todos, sin excepción ni quejas. Habrá que ver, entonces, si en realidad disfrutaremos de recibir la mirada diaria de miles de personas en un zoológico.

Actualmente, utiliza el ropero, inodoro y columpio de la Mocosita su reemplazo, Bomby, otra elefanta que, al parecer, seguirá la tradición virginal y de soltera que le heredó la anterior dueña, pues a sus 46 no tiene permiso para salir con macho.

Hoy saludamos a la Mocosita, donde quiera que se encuentre. Dentro de pocos días se cumplen dos años de su deceso, y no podíamos menos que evocarla y, a propósito, recordar que fue bautizada con ese nombre en 1957, cuando Prensa Libre invitó a sus lectores a participar en un concurso para nombrarla.


* Publicado el 11-07-2010

El contrabajo/ un instrumento musical gordo y bondadoso



A pesar de su aspecto rudo, es uno de los instrumentos de cuerda más hermosos que existen.


Por Juan Carlos Lemus


Su domador lo hace saltar, como si fuera un purasangre, por encima de las barras de sonido que vibran en la sala de concierto. El contrabajo es un instrumento prieto, de aspecto maternal, pero muy fuerte, casi amazónico, de aparente brutalidad y con evidente sobrepeso. Es un artefacto generalmente marginado al fondo de los escenarios. Los reyes y príncipes de la noche serán la batuta del director, los violines o el piano; incluso, arrancarán aplausos los clarinetes, los chelos aduladores y los engreídos cornos franceses. Pero el contrabajo —como si fuera un viejo ropero colocado más allá de las trompetas— al momento de la ovación se inclinará, con respeto, en la penumbra.

Este instrumento surgió en el siglo XVI. Es el más gordo de la familia de cuerdas. Sus orígenes son imprecisos, pero todo apunta a que nació de la unión entre la viola de gamba y el violón, o puede que sea producto del pecado nefando consumado entre dos chelos. Como sea, se sabe que nació midiendo dos metros de altura y con seis cuerdas —actualmente tiene cuatro—.

Ciertamente, aunque parezca un mueble, es manso y de su garganta fluyen virtuosamente los mandatos firmados por Beethoven, Wagner o Tchaikovsky. Produce sonidos hermosos, graves y agudos. Es el instrumento encargado de templar el ambiente de una orquesta. Es el que otorga el amargor necesario ante los excesivos dulces de los violines, o entibia cada salto inexperto del flautín que, a ratos amariconado, interpreta los quejidos de una doncella.

Es bueno apreciar a las orquestas sinfónicas desde variados ángulos; vale la pena buscar el carácter de sus contrabajos. La Sinfonía No. 5, de Beethoven es un buen ejemplo. En ella, los domadores los hacen atenazar las notas y luego los lanzan impetuosamente sobre la ola de cuerdas, vientos y percusiones. En efecto, los contrabajos imponen la marcha, moderan los ánimos o encienden el fuego. Uno de los mejores ángulos filmados es ese concierto —y que hoy tenemos al alcance de la mano, gracias a YouTube— dirigido por Herbert von Karajan, en 1966. Pero vamos a suponer que es usted una persona demasiado ocupada como para disfrutarlo entero, entonces observe solo los segundos del 22 al 52 del 3er. Movimiento —antes que nada, búsquelo como “Beethoven Symphony No. 5, Mov. 3 by Karajan, BPO (1966)”—. Apreciará cómo los violines eufóricos, perfectos, se detienen y ceden el paso a la madurez y el ritmo que impone la tormenta de los contrabajos.

Comparado con las obras compuestas para violín, el contrabajo tiene muy pocos conciertos escritos en su honor. El primer contrabajista virtuoso fue Domenico Dragonetti (1763-1846), quien dejó escritas varias composiciones para este instrumento solo o acompañado de orquesta. Pero fue hasta el siglo XX cuando aparecieron los grandes solistas del contrabajo clásico. Entre ellos destacan Ludwig Streicher, a quien también puede rastrear en la Web, particularmente, su grabación para la televisión japonesa en la que demuestra hasta dónde puede llegar este instrumento con la interpretación de Tarantela (a partir del minuto 4) y del dificilísimo Flight of the Bumble Bee (a partir del minuto 8); además, Gary Karr, François Rabbath, Esko Laine o Franco Petracchi. La contrabajista española Lucila Barragán ofrece un agradable concertino para contrabajo, escrito por el sueco Lars-Erik Vilner Larsson.

Sus habilidades son muy variadas, pues además de la música clásica fue adoptado por ritmos como el jazz, la música latina y la country. Interesante es la cátedra de Paul McCartney con un contrabajo de Elvis Presley, que reproduce YouTube.

Finalmente, le recomiendo la lectura del libro El contrabajo, un ensayo narrativo de Patrick Süskind. Fue a partir de esa lectura, precisamente, que quien esto escribe se apasionó por ese instrumento; muy probablemente, si le gusta leer, ese libro le encantará.

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(En la foto, Ludwig Streicher, Viena, Austria, 1920 - 2003)

miércoles, 27 de julio de 2011

Dos damas de metal




Lorraine e Ira (fotos arriba y abajo), dos músicas que tocan pesado.


por Juan Carlos Lemus

A las profundidades del ser humano se puede llegar por numerosos caminos. Algunos prefieren la paz del silencio; otros —por qué no—, el heavy metal. Esto parecería improbable, pero recordemos que la raza humana es libre de coger el rumbo y cadencia que más le plazca.El heavy metal es un ritmo que cala hasta los huesos. Es el trueno convertido en música, el relámpago abrillantado en las pupilas de las cantantes y el resto de la banda.
En un concierto de heavy metal, la música cruza el espacio como si fuera un aguacero cargado de emociones. Sobre los muros rebotan las vibras, los cantos recién nacidos de las gargantas; el espacio flamea y tiene granizo; el público se hunde, aclimatado, rendido al mosheo estimulado por la estridencia de las guitarras.
Y el corazón de los músicos estalla.
Las bandas nacionales de heavy metal gozan de buen nivel en toda Centroamérica. Tienen la calidad, el talento y la actitud necesaria para sobresalir en cualquier espacio; con más dinero y contactos, bien podrían ubicarse en escenarios americanos o europeos.
En estos terrenos es más fácil encontrarse con metaleros que con metaleras. Ciertamente, son los hombres los que más desarrollan este género; por eso, encontrarse con mujeres que lo hacen es algo que puede resultar interesante.
En la lista de metaleras nacionales encontramos a dos que destacan porque tocan guitarra y cantan: Ira y Lorraine. Hay otras que están dedicadas al trash metal, al metal progresivo o al metal cristiano, pero para este artículo charlamos con Ira, cantante y guitarrista del grupo Ars Magna, y Lorraine, cantante y guitarrista de Tempestus.
Nos reunimos en un café con Ira, quien, por cierto, se llama Irasema, de manera que el apócope de su nombre le vino perfecto a una mujer que en el escenario destella ira y fuerza.
Después de observarla en escena, cualquiera esperaría a una rockera impetuosa, irreverente y quizá tenebrosa. Mas cualquier prejuicio queda sepultado al primer minuto de charlar con Irasema Méndez, una mujer tímida, de 24 años, ex alumna del Sagrado Corazón de Jesús y diseñadora gráfica. Pero eso nos demuestra que una cosa no pelea con la otra. Ella es heavy, pero, además, organizada en la vida, tanto como le conviene serlo a cualquier mortal.
Autodidacta, al principio cantaba pop, pero el hard rock y el heavy metal la atrajeron cuando escuchó al grupo español Ángeles del Infierno. Comenzó, entonces, a cantar pesado. Y como suele suceder: “la vecina tenía un amigo que le contó” que se harían audiciones para cantar con Ars Magna. Tenía 16 años. Lo primero que debía superar era su timidez y el perverso pánico escénico. Fue aceptada, pero en su primer toque cantaba sin moverse. “Era estresante para mí, pero me toleraron”, explica mientras aparta el pelo de su cara. “Con el tiempo ya iban a echarme, porque yo no hacía nada, pero era afinada y tenía voluntad”. Así, entre voluntad y entrega, se abrió al metal pesado y lleva ocho años con Ars Magna.
La otra de ellas, Sophié Lorraine Villegas, creció entre el heavy metal. Su tío tocaba y oía el género, por lo que se involucró desde muy niña, y por eso en su vida ha sido normal estar en escena.
Lorraine es una cantante de gran profundidad, muy segura de sí misma; el heavy metal lo lleva en las venas. Cuando canta, pareciera que todos estuvieran en sintonía, en el mismo canal; ella le da unidad a su banda, Tempestus.
Se hunde haciendo chillar a su guitarra en un abismo que parece no tener fondo; un abismo a veces oscuro, de apariencia insondable y siniestra.
En esas aguas en las que nos sumerge Lorraine cuando canta, hay tormentas de tristeza, furia, melancolía y una extraña felicidad, pero, ante todo, hay espíritus que navegan rompiendo esas emociones: es el público al que logra conectar y armonizar.
Lorraine tiene 23 años y dos hijos. Es una mujer muy responsable. En un tiempo trabajó en un banco. Es bachiller en Ciencias y Letras, graduada del Blaise Pascal. Nunca está desempleada, pues cuando hace falta el dinero aborda un bus, con su guitarra, y canta. Jamás ha tenido problemas. Pareciera que la buena vibra la acompaña a todas partes. Cualquier pasajero que la vea difícilmente sabrá que se trata de una gran cantante, de una que logra conectar al público y que sabe conducirlo por los más extraños abismos del ser humano, a esos por los que se llega montando las olas del heavy metal.
Ira y Lorraine no forman parte del mismo grupo; puede que ni siquiera se detengan a charlar algún día, pero en común tienen la fuerza del metal. Ellas escarban en la llaga. Ver a estas mujeres en escena es volcarse a las profundidades; es conectarse con un más allá que suele ser tenebroso, y recordemos que —a menos que sea un punto de vista excesivamente conservador—, lo tenebroso no tiene por qué asociarse al mal o al inframundo. Ellas son, sencillamente, savia negra que da vida al grito del metal pesado.





Fotografía de: Elisa Salguero


Fotografía de juan ignacio piedrasanta

jueves, 21 de julio de 2011

La llave de la majestuosidad barroca



Carolina Palomo y Ensamble Antiqua abren las puertas del universo dieciochesco.


Por Juan Carlos Lemus

El clavecín es un instrumento, en apariencia, parco y moderado, casi tímido, que requiere de un trato especial para pronunciarse, para responder ante el mundo las preguntas que le hace quien lo interpreta. Parece pequeño, si se le compara con el piano, sin embargo el clavecín contiene en sus teclas todo el esplendor del barroco. Soberbio y agresivo, lento y suave, guarda el universo como una caja fuerte sonora de varios siglos. Quien tenga la llave para abrirlo, para explorar todas sus posibilidades, nos mostrará el peso de la inmortalidad, pues para el clavecín escribieron, durante la primera mitad del siglo XVIII, grandes como J. S. Bach, Händel, Couperin y Scarlatti.Por eso, cuando la guatemalteca Carolina Palomo pasa al escenario, la expectativa crece al punto que deja de ser un público que observa una interpretación musical de clavecín, y se convierte en testigo de la indagación de la artista sobre la voz del instrumento.
En efecto. Carolina Palomo sabe preguntar y explorar adentro del cuerpo teclado. No lo hace a gritos ni con adulaciones, lo hace de tú a tú, con puntualidad, delicadeza y fuerza. Lo suyo no es solo interpretación, es diálogo, dulce convenio de pulsaciones y respuestas, frías y cálidas. Ella extrae la esencia barroca y nos la brinda, con sus ensortijados temperamentos, para que sintamos y para que comprendamos por qué el clavecín sigue siendo un instrumento tan valioso, hoy, siglos después de su surgimiento, posterior desuso, y resurgimiento a finales del siglo XIX gracias a la polonesa Wanda Landowska.
Carolina Palomo se inició en el Conservatorio Nacional de Música, continuó en el Conservatorio de Rueil Malmaison, en Francia, donde obtuvo la Primera Medalla al finalizar sus estudios en piano. Gracias a sus méritos, el gobierno francés le otorgó una beca para continuar cursos de clavecín y música de cámara en el Conservatorio de la Villa de París, de donde también egresó con honores. Después, de 1998 al 2002, fue maestra de piano y clavecín en el Centro Departamental de artes de Versailles, y clavecinista de la orquesta barroca de Mademoiselle de Guise.
Nos detendremos un instante para pedirle que nos comente su experiencia, de hace ya unos 15 años, cuando llegó al Rueil Malmaison. Esto es lo que recuerda: “Era una muchachita impresionada por los recursos y nivel de un conservatorio en las afueras de París. Allí se preparaban muchísimos jóvenes para ingresar en el Conservatorio Superior, y los que pasaban de 20 años y ya no podían ingresar continuaban sus estudios de tercer ciclo. Yo estudiaba como loca para no sentirme mal y paliar todas las lagunas de un conservatorio del Tercer Mundo. Tenía cierta destreza digital y tocaba muy limpio; eso me ayudó a pasar exámenes de admisión y ganar los concursos”.
Después de su experiencia en Versailles continuó perfeccionándose con Hank Knox en el departamento de Música Antigua de McGill University, Canadá.
Hasta donde sabemos, en toda Centroamérica solo hay una persona que se dedica a interpretar a tiempo completo el clavecín, y esa persona es Carolina Palomo.
Es un instrumento con menos posibilidades tonales que el piano, por lo mismo requiere de una gran habilidad para explicar los estados anímicos escritos en una composición. Como lo expresa Carolina, “¡ni Bach, ni Mozart, ni siquiera Beethoven conocieron el piano que hoy tenemos en las salas de concierto!” Y es que antes que el piano ya estaba el clavecín. Fue por eso que ella quiso ir a las raíces. Buscó la procedencia, el lenguaje, la escritura y la técnica originales. Tuvo la suerte de ser alumna, en el Rueil Malmaison, de Huguette Dreyfuss (puede escucharla en YouTube), “quien aparte de ser la gran figura del clavecín francés, es una mujer de una cultura y nobleza impresionantes. Cada semana era un master class de cuatro horas que yo esperaba con ansias”, nos explica.
Actualmente, dirige y toca con un grupo muy singular que se ha especializado en música barroca, europea y mesoamericana de los siglos XVII y XVIII, el Ensamble Antiqua.
El concierto más reciente lo ofrecieron en abril, en la capilla de Santo Domingo del Cerro, un bello lugar de Antigua Guatemala. Los músicos y el escenario, con un fondo de pacífica y natural arboleda, crearon una hipnotizadora empatía con el público.
Carolina Palomo, una mujer aparentemente parca como su clavecín, nos ofrece el universo barroco y sus posibilidades musicales con gran fuerza y con soberbia ternura. Ella tiene la llave de la clave, nombre con el cual también conocemos a ese maravilloso instrumento. Llave que además logra manejar gracias al conjunto tan excepcional. El violinista Nadir Aaslam, la soprano Diana Ramírez y la violonchelista Lourdes López, quienes integran el Ensamble, tienen en sus manos, y en su voz — en el caso de la soprano— las llaves de una puerta que se abre amplia y gratamente. Más que música, ellos congregan emociones, llegan a la médula de las composiciones. Ensamble Antiqua es un grupo sencillamente nítido, esplendente. Al terminar su interpretación, tan solo nos preguntamos: ¿Cuándo volveremos a presenciar de nuevo este santo oficio de música barroca?



(en la foto los integrantes de Ensamble Antiqua: Lourdes López, Carolina Palomo, Diana Ramírez y Nadir Aaslam.