viernes, 29 de julio de 2011

Dos años sin La Mocosita*/ era una hermosa elefanta del parque Zoológico La Aurora

La hembra que obsequió su soltería a varias generaciones.


Por Juan Carlos Lemus

Una caída, un daño crónico en el hígado y en los riñones, un paro cardíaco, lo que haya sido, algo acabó con la vida de la Mocosita, el sábado 19 de julio del 2008.La hembra —gorda y soltera hasta la muerte— vino de su natal Calcuta, India, cuando tenía 3 años. Murió, entre sollozos de muchos, a los 56 de edad.

Una corte de elefantes blancos habrá descendido para llevársela. Allá voló, agitando sus orejotas de Dumbo aquella simpática bola de carne arrugada que al verla comprendía uno a cabalidad la greguería de Ramón Gómez De la Cerna: “La mujer mira al elefante como queriéndole planchar”.

Por cierto, el mismo autor escribió: “Los elefantes parece que tienen en las patas las muelas que no tienen en la boca”.

Llegó a vivir con cuatro toneladas de peso. Cuando murió, la Policía Municipal tuvo que usar una retroexcavadora para llevarla a la fosa. Todavía está enterrada, entre heno y cal, atrás del recinto destinado a los paquidermos en el Zoológico La Aurora, donde vivió durante 53 años.

El más grande poeta peruano —y acaso de toda América—, César Vallejo, escribió en su poema Himno a los voluntarios de la República: “Sólo la muerte morirá! ¡La hormiga traerá pedacitos de pan al elefante encadenado!” Allá andarán en caravana las hermanas hormigas, todos los días, dándole sus trocitos de zacate y chicles del suelo.

¿Habrá vivido, me pregunto, más tiempo enjaulada que si hubiese quedado libre en su Calcuta querida? La jaula, aunque de oro, jaula es, dice un adagio.

Pero con todo y eso, mucho hemos de agradecer varias generaciones el que hayamos tenido ante nuestras narices aplastadas en la malla a la Mocosita, que solía dar espectáculos de buen y mal humor. A veces se bañaba en tierra; otras, se orinaba con largueza. En sus recreos se balanceaba como quien está próximo a dar un brinco sin darlo; y siempre parecía saludar con su moco bien babeante, elevado sobre la testuz.

Si los hinduistas tienen razón, un día seremos elefantes, pero también moscos, todos, sin excepción ni quejas. Habrá que ver, entonces, si en realidad disfrutaremos de recibir la mirada diaria de miles de personas en un zoológico.

Actualmente, utiliza el ropero, inodoro y columpio de la Mocosita su reemplazo, Bomby, otra elefanta que, al parecer, seguirá la tradición virginal y de soltera que le heredó la anterior dueña, pues a sus 46 no tiene permiso para salir con macho.

Hoy saludamos a la Mocosita, donde quiera que se encuentre. Dentro de pocos días se cumplen dos años de su deceso, y no podíamos menos que evocarla y, a propósito, recordar que fue bautizada con ese nombre en 1957, cuando Prensa Libre invitó a sus lectores a participar en un concurso para nombrarla.


* Publicado el 11-07-2010

El contrabajo/ un instrumento musical gordo y bondadoso



A pesar de su aspecto rudo, es uno de los instrumentos de cuerda más hermosos que existen.


Por Juan Carlos Lemus


Su domador lo hace saltar, como si fuera un purasangre, por encima de las barras de sonido que vibran en la sala de concierto. El contrabajo es un instrumento prieto, de aspecto maternal, pero muy fuerte, casi amazónico, de aparente brutalidad y con evidente sobrepeso. Es un artefacto generalmente marginado al fondo de los escenarios. Los reyes y príncipes de la noche serán la batuta del director, los violines o el piano; incluso, arrancarán aplausos los clarinetes, los chelos aduladores y los engreídos cornos franceses. Pero el contrabajo —como si fuera un viejo ropero colocado más allá de las trompetas— al momento de la ovación se inclinará, con respeto, en la penumbra.

Este instrumento surgió en el siglo XVI. Es el más gordo de la familia de cuerdas. Sus orígenes son imprecisos, pero todo apunta a que nació de la unión entre la viola de gamba y el violón, o puede que sea producto del pecado nefando consumado entre dos chelos. Como sea, se sabe que nació midiendo dos metros de altura y con seis cuerdas —actualmente tiene cuatro—.

Ciertamente, aunque parezca un mueble, es manso y de su garganta fluyen virtuosamente los mandatos firmados por Beethoven, Wagner o Tchaikovsky. Produce sonidos hermosos, graves y agudos. Es el instrumento encargado de templar el ambiente de una orquesta. Es el que otorga el amargor necesario ante los excesivos dulces de los violines, o entibia cada salto inexperto del flautín que, a ratos amariconado, interpreta los quejidos de una doncella.

Es bueno apreciar a las orquestas sinfónicas desde variados ángulos; vale la pena buscar el carácter de sus contrabajos. La Sinfonía No. 5, de Beethoven es un buen ejemplo. En ella, los domadores los hacen atenazar las notas y luego los lanzan impetuosamente sobre la ola de cuerdas, vientos y percusiones. En efecto, los contrabajos imponen la marcha, moderan los ánimos o encienden el fuego. Uno de los mejores ángulos filmados es ese concierto —y que hoy tenemos al alcance de la mano, gracias a YouTube— dirigido por Herbert von Karajan, en 1966. Pero vamos a suponer que es usted una persona demasiado ocupada como para disfrutarlo entero, entonces observe solo los segundos del 22 al 52 del 3er. Movimiento —antes que nada, búsquelo como “Beethoven Symphony No. 5, Mov. 3 by Karajan, BPO (1966)”—. Apreciará cómo los violines eufóricos, perfectos, se detienen y ceden el paso a la madurez y el ritmo que impone la tormenta de los contrabajos.

Comparado con las obras compuestas para violín, el contrabajo tiene muy pocos conciertos escritos en su honor. El primer contrabajista virtuoso fue Domenico Dragonetti (1763-1846), quien dejó escritas varias composiciones para este instrumento solo o acompañado de orquesta. Pero fue hasta el siglo XX cuando aparecieron los grandes solistas del contrabajo clásico. Entre ellos destacan Ludwig Streicher, a quien también puede rastrear en la Web, particularmente, su grabación para la televisión japonesa en la que demuestra hasta dónde puede llegar este instrumento con la interpretación de Tarantela (a partir del minuto 4) y del dificilísimo Flight of the Bumble Bee (a partir del minuto 8); además, Gary Karr, François Rabbath, Esko Laine o Franco Petracchi. La contrabajista española Lucila Barragán ofrece un agradable concertino para contrabajo, escrito por el sueco Lars-Erik Vilner Larsson.

Sus habilidades son muy variadas, pues además de la música clásica fue adoptado por ritmos como el jazz, la música latina y la country. Interesante es la cátedra de Paul McCartney con un contrabajo de Elvis Presley, que reproduce YouTube.

Finalmente, le recomiendo la lectura del libro El contrabajo, un ensayo narrativo de Patrick Süskind. Fue a partir de esa lectura, precisamente, que quien esto escribe se apasionó por ese instrumento; muy probablemente, si le gusta leer, ese libro le encantará.

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(En la foto, Ludwig Streicher, Viena, Austria, 1920 - 2003)

miércoles, 27 de julio de 2011

Dos damas de metal




Lorraine e Ira (fotos arriba y abajo), dos músicas que tocan pesado.


por Juan Carlos Lemus

A las profundidades del ser humano se puede llegar por numerosos caminos. Algunos prefieren la paz del silencio; otros —por qué no—, el heavy metal. Esto parecería improbable, pero recordemos que la raza humana es libre de coger el rumbo y cadencia que más le plazca.El heavy metal es un ritmo que cala hasta los huesos. Es el trueno convertido en música, el relámpago abrillantado en las pupilas de las cantantes y el resto de la banda.
En un concierto de heavy metal, la música cruza el espacio como si fuera un aguacero cargado de emociones. Sobre los muros rebotan las vibras, los cantos recién nacidos de las gargantas; el espacio flamea y tiene granizo; el público se hunde, aclimatado, rendido al mosheo estimulado por la estridencia de las guitarras.
Y el corazón de los músicos estalla.
Las bandas nacionales de heavy metal gozan de buen nivel en toda Centroamérica. Tienen la calidad, el talento y la actitud necesaria para sobresalir en cualquier espacio; con más dinero y contactos, bien podrían ubicarse en escenarios americanos o europeos.
En estos terrenos es más fácil encontrarse con metaleros que con metaleras. Ciertamente, son los hombres los que más desarrollan este género; por eso, encontrarse con mujeres que lo hacen es algo que puede resultar interesante.
En la lista de metaleras nacionales encontramos a dos que destacan porque tocan guitarra y cantan: Ira y Lorraine. Hay otras que están dedicadas al trash metal, al metal progresivo o al metal cristiano, pero para este artículo charlamos con Ira, cantante y guitarrista del grupo Ars Magna, y Lorraine, cantante y guitarrista de Tempestus.
Nos reunimos en un café con Ira, quien, por cierto, se llama Irasema, de manera que el apócope de su nombre le vino perfecto a una mujer que en el escenario destella ira y fuerza.
Después de observarla en escena, cualquiera esperaría a una rockera impetuosa, irreverente y quizá tenebrosa. Mas cualquier prejuicio queda sepultado al primer minuto de charlar con Irasema Méndez, una mujer tímida, de 24 años, ex alumna del Sagrado Corazón de Jesús y diseñadora gráfica. Pero eso nos demuestra que una cosa no pelea con la otra. Ella es heavy, pero, además, organizada en la vida, tanto como le conviene serlo a cualquier mortal.
Autodidacta, al principio cantaba pop, pero el hard rock y el heavy metal la atrajeron cuando escuchó al grupo español Ángeles del Infierno. Comenzó, entonces, a cantar pesado. Y como suele suceder: “la vecina tenía un amigo que le contó” que se harían audiciones para cantar con Ars Magna. Tenía 16 años. Lo primero que debía superar era su timidez y el perverso pánico escénico. Fue aceptada, pero en su primer toque cantaba sin moverse. “Era estresante para mí, pero me toleraron”, explica mientras aparta el pelo de su cara. “Con el tiempo ya iban a echarme, porque yo no hacía nada, pero era afinada y tenía voluntad”. Así, entre voluntad y entrega, se abrió al metal pesado y lleva ocho años con Ars Magna.
La otra de ellas, Sophié Lorraine Villegas, creció entre el heavy metal. Su tío tocaba y oía el género, por lo que se involucró desde muy niña, y por eso en su vida ha sido normal estar en escena.
Lorraine es una cantante de gran profundidad, muy segura de sí misma; el heavy metal lo lleva en las venas. Cuando canta, pareciera que todos estuvieran en sintonía, en el mismo canal; ella le da unidad a su banda, Tempestus.
Se hunde haciendo chillar a su guitarra en un abismo que parece no tener fondo; un abismo a veces oscuro, de apariencia insondable y siniestra.
En esas aguas en las que nos sumerge Lorraine cuando canta, hay tormentas de tristeza, furia, melancolía y una extraña felicidad, pero, ante todo, hay espíritus que navegan rompiendo esas emociones: es el público al que logra conectar y armonizar.
Lorraine tiene 23 años y dos hijos. Es una mujer muy responsable. En un tiempo trabajó en un banco. Es bachiller en Ciencias y Letras, graduada del Blaise Pascal. Nunca está desempleada, pues cuando hace falta el dinero aborda un bus, con su guitarra, y canta. Jamás ha tenido problemas. Pareciera que la buena vibra la acompaña a todas partes. Cualquier pasajero que la vea difícilmente sabrá que se trata de una gran cantante, de una que logra conectar al público y que sabe conducirlo por los más extraños abismos del ser humano, a esos por los que se llega montando las olas del heavy metal.
Ira y Lorraine no forman parte del mismo grupo; puede que ni siquiera se detengan a charlar algún día, pero en común tienen la fuerza del metal. Ellas escarban en la llaga. Ver a estas mujeres en escena es volcarse a las profundidades; es conectarse con un más allá que suele ser tenebroso, y recordemos que —a menos que sea un punto de vista excesivamente conservador—, lo tenebroso no tiene por qué asociarse al mal o al inframundo. Ellas son, sencillamente, savia negra que da vida al grito del metal pesado.





Fotografía de: Elisa Salguero


Fotografía de juan ignacio piedrasanta

jueves, 21 de julio de 2011

La llave de la majestuosidad barroca



Carolina Palomo y Ensamble Antiqua abren las puertas del universo dieciochesco.


Por Juan Carlos Lemus

El clavecín es un instrumento, en apariencia, parco y moderado, casi tímido, que requiere de un trato especial para pronunciarse, para responder ante el mundo las preguntas que le hace quien lo interpreta. Parece pequeño, si se le compara con el piano, sin embargo el clavecín contiene en sus teclas todo el esplendor del barroco. Soberbio y agresivo, lento y suave, guarda el universo como una caja fuerte sonora de varios siglos. Quien tenga la llave para abrirlo, para explorar todas sus posibilidades, nos mostrará el peso de la inmortalidad, pues para el clavecín escribieron, durante la primera mitad del siglo XVIII, grandes como J. S. Bach, Händel, Couperin y Scarlatti.Por eso, cuando la guatemalteca Carolina Palomo pasa al escenario, la expectativa crece al punto que deja de ser un público que observa una interpretación musical de clavecín, y se convierte en testigo de la indagación de la artista sobre la voz del instrumento.
En efecto. Carolina Palomo sabe preguntar y explorar adentro del cuerpo teclado. No lo hace a gritos ni con adulaciones, lo hace de tú a tú, con puntualidad, delicadeza y fuerza. Lo suyo no es solo interpretación, es diálogo, dulce convenio de pulsaciones y respuestas, frías y cálidas. Ella extrae la esencia barroca y nos la brinda, con sus ensortijados temperamentos, para que sintamos y para que comprendamos por qué el clavecín sigue siendo un instrumento tan valioso, hoy, siglos después de su surgimiento, posterior desuso, y resurgimiento a finales del siglo XIX gracias a la polonesa Wanda Landowska.
Carolina Palomo se inició en el Conservatorio Nacional de Música, continuó en el Conservatorio de Rueil Malmaison, en Francia, donde obtuvo la Primera Medalla al finalizar sus estudios en piano. Gracias a sus méritos, el gobierno francés le otorgó una beca para continuar cursos de clavecín y música de cámara en el Conservatorio de la Villa de París, de donde también egresó con honores. Después, de 1998 al 2002, fue maestra de piano y clavecín en el Centro Departamental de artes de Versailles, y clavecinista de la orquesta barroca de Mademoiselle de Guise.
Nos detendremos un instante para pedirle que nos comente su experiencia, de hace ya unos 15 años, cuando llegó al Rueil Malmaison. Esto es lo que recuerda: “Era una muchachita impresionada por los recursos y nivel de un conservatorio en las afueras de París. Allí se preparaban muchísimos jóvenes para ingresar en el Conservatorio Superior, y los que pasaban de 20 años y ya no podían ingresar continuaban sus estudios de tercer ciclo. Yo estudiaba como loca para no sentirme mal y paliar todas las lagunas de un conservatorio del Tercer Mundo. Tenía cierta destreza digital y tocaba muy limpio; eso me ayudó a pasar exámenes de admisión y ganar los concursos”.
Después de su experiencia en Versailles continuó perfeccionándose con Hank Knox en el departamento de Música Antigua de McGill University, Canadá.
Hasta donde sabemos, en toda Centroamérica solo hay una persona que se dedica a interpretar a tiempo completo el clavecín, y esa persona es Carolina Palomo.
Es un instrumento con menos posibilidades tonales que el piano, por lo mismo requiere de una gran habilidad para explicar los estados anímicos escritos en una composición. Como lo expresa Carolina, “¡ni Bach, ni Mozart, ni siquiera Beethoven conocieron el piano que hoy tenemos en las salas de concierto!” Y es que antes que el piano ya estaba el clavecín. Fue por eso que ella quiso ir a las raíces. Buscó la procedencia, el lenguaje, la escritura y la técnica originales. Tuvo la suerte de ser alumna, en el Rueil Malmaison, de Huguette Dreyfuss (puede escucharla en YouTube), “quien aparte de ser la gran figura del clavecín francés, es una mujer de una cultura y nobleza impresionantes. Cada semana era un master class de cuatro horas que yo esperaba con ansias”, nos explica.
Actualmente, dirige y toca con un grupo muy singular que se ha especializado en música barroca, europea y mesoamericana de los siglos XVII y XVIII, el Ensamble Antiqua.
El concierto más reciente lo ofrecieron en abril, en la capilla de Santo Domingo del Cerro, un bello lugar de Antigua Guatemala. Los músicos y el escenario, con un fondo de pacífica y natural arboleda, crearon una hipnotizadora empatía con el público.
Carolina Palomo, una mujer aparentemente parca como su clavecín, nos ofrece el universo barroco y sus posibilidades musicales con gran fuerza y con soberbia ternura. Ella tiene la llave de la clave, nombre con el cual también conocemos a ese maravilloso instrumento. Llave que además logra manejar gracias al conjunto tan excepcional. El violinista Nadir Aaslam, la soprano Diana Ramírez y la violonchelista Lourdes López, quienes integran el Ensamble, tienen en sus manos, y en su voz — en el caso de la soprano— las llaves de una puerta que se abre amplia y gratamente. Más que música, ellos congregan emociones, llegan a la médula de las composiciones. Ensamble Antiqua es un grupo sencillamente nítido, esplendente. Al terminar su interpretación, tan solo nos preguntamos: ¿Cuándo volveremos a presenciar de nuevo este santo oficio de música barroca?



(en la foto los integrantes de Ensamble Antiqua: Lourdes López, Carolina Palomo, Diana Ramírez y Nadir Aaslam.

martes, 17 de mayo de 2011

Pueblo chico, infierno grande


F&G Editores publica la poesía completa de Marco Antonio Flores.


por Juan Carlos Lemus

El camino del poeta Marco Antonio Flores hacia La estación del crepúsculo, su más reciente poemario, ha durado más de 73 años. Es una larga carrera por varios países, coronado de hallazgos poéticos asentados en sus libros anteriores. Después de dar batalla, del exilio y de las frustraciones políticas y sociales, Flores llega por fin al encuentro consigo mismo. Su Poesía Completa fue editada por F&G Editores, a finales del 2010. Sus libros incluidos se titulan La voz acumulada, Viento norte, Muros de luz, La derrota, Crónica de los años de fuego, Persistencia de la memoria, Un ciego fuego en el alma y La estación del crepúsculo.
Es un libro que comentaremos de forma general, pero, antes, hablaremos brevemente acerca del autor.
Es difícil describir a los gatos. No basta con decir que tienen navajas en lugar de uñas, pelo fino portador de toxoplasmosis y un ronroneo nigromante. Hay que añadir que no tienen amo, se van de casa y retornan para estirarse en la misma guarida, entre sus mismos vahos, cada vez con mayor pereza.
Este escritor guatemalteco parece un ser ficticio, un gato calvo que va y vuelve de México a Guatemala. El exilio en los años de 1960 marcó su vida de esa manera. Nació en 1937. Es un tipo testarudo. No da la espalda ni a su sombra. Daría la vida por sus hijas. Daría la muerte por sus hijas. ¿Navajas, toxoplasma y nigromancia? Por Marco Antonio Flores responderán su obra literaria y su paso por esta tierra. Por nuestra parte, a Flores hemos de reconocerle tres cosas. La primera, que con Los Compañeros revolucionó la novela Centroamericana —bastante se ha hablado de ello como para explicarlo aquí en dos líneas—; la segunda, que si bien hoy son comunes los talleres literarios, los cuales van desde los mejor atemperados hasta los de la peor calaña, fue Marco Antonio Flores quien los retomó a su retorno, después de su exilio en México. Dos décadas han pasado y la práctica se sigue multiplicando. Tercera, que lo suyo no ha sido un simulacro de aventura. Ha sido una vocación literaria permanente, y como ser humano ha sido consecuente con él mismo, le pese a quien le pese; ha sido un hombre de dar estoques, duros y profundos. Pero, por otra parte, si bien ha sido hermético, hoy hemos de reconocerle que nos brinda su cabeza dura como la nuez, pero también la clave para partirla en dos: su Poesía Completa.
A diferencia de su obra narrativa, que mantiene un interés estructural y cerebral bien claro, su poesía conserva esa substancia nacida al margen de la intención formal. Aclaremos que tiene, evidentemente, oficio pulido y el objetivo de armar después un tomo, pero resguarda el tuétano de sus orígenes. Por eso es poesía, una procedente de un ser humano totalmente solitario. Es allí donde no hay gato encerrado ni hijas, ni hombre diestro en el arte de la desconfianza y el aislamiento, porque a Marco Antonio Flores le cuesta creer que hay vida más allá de su vecindario. O de su casa. De su estudio. Una mesa enorme con lápices bien afilados. Obras de arte, carteles que lo anuncian a él como director teatral, en la década de 1960. Libros viejos. El torso de una mujer de barro de hace mil años. Su estudio, “el típico cuarto de un viejo”, pensará su nieto, quien, según cuenta la leyenda, lo volvió dulce como el almíbar.
El poeta deja colgado su cuerpo de metro sesenta y dos en la puerta de sus corduras. Eleva los puños —que mantiene tensos, maldicientes, desde hace 73 años— y los deja caer sobre la hoja; puños que luego relaja; destraba de sí la mandíbula en pico, ese frontis con el que advierte a la sociedad de que es un gallo mayor, de buena pelea, capaz de envenenar a Dios y que está más allá del bien y del mal. Es entonces, cuando decide dar pormenores del mundo, cuando poetiza y nos muestra al hombre a bordo de su balsa de furia, llanto, con sus cuitas y angustias. Ese es el poeta. Pueblo chico, infierno grande.
De La voz acumulada hacia La estación del crepúsculo hay un reflejo de 42 años de poesía. Son textos escritos en Guatemala, México, Cuba, Praga, Francia e Inglaterra, entre 1960 y el 2002. Desde sus primeros poemas (La voz acumulada) se avizora a un Flores que indaga sobre la vida y la muerte, pero en el que aún puede más la arrogancia de sus, entonces, 23 a 26 años de edad iniciando la cuesta.
Poemas adelante, tenemos a un Flores de canto amoroso, transparente, que sufre y goza, que encuentra y desencuentra a la mujer amada; en él ya se siente (Viento norte) un aroma a verso de la revolución con sus ideales. Llega el poeta a su cénit revolucionario (Muros de luz); es tempestuoso, tiene dureza, miedo, habla de que él mismo ha minado su sepultura; se anima, incluso, a escribir un testamento. Desde su coraza otea el horizonte social. A ratos parece un enfurecido socialista, ansioso por atacar las bases de la sociedad injusta. Nos muestra quién es, de qué está hecho, lo que piensa de su pasado y lo que le gustaría hacer.
Está en el súmmum de su rebeldía. Es cuando expresa, por ejemplo, “Ese es mi padre/ diré/ cuando cague su tumba/”. Pero también aparece el poema De la esposa, acaso uno de los más profundos escritos en la historia de los amantes, no por bello ni original, sino por profundo, que vale más.
Sigue, en sus 28, en la toma de conciencia social y familiar, y se ubica en el sitio que le corresponde en el planeta. Sufre la pérdida de los amigos combatientes y surge un nuevo núcleo familiar. “La juventud se marcha/ para arriba —o para abajo—”, escribe el poeta que escala sobre cimientos de sufrimiento, miedo y coraje. Está en La Habana.
Sus poemarios La derrota —toda una épica emocional—, Crónica de los años de fuego y Persistencia de la memoria dan nuevos vistazos a bisabuelos, abuela, padres y su pasado reciente hasta el exilio. A partir de entonces es cuando se descubre, se ha quitado la máscara, empieza a Decir con mayúscula. Pero antes de concluir el libro, con La estación del crepúsculo, aporta un canto a la experimentación erótica y verbal, un juego de paladar, una cana al aire (Un ciego fuego en el alma) y un retorno a la piel. Va de los 30 a los 50 años de edad a ese ritmo hasta que entra, así, a La estación del crepúsculo, donde ya los bramidos encabronados, la tortura amorosa, la insatisfacción social, el pasado, la vida entera, todo es un punto en el universo. Lo sabe. Un sueño ha sido la vida. Consumatum est. Y podríamos acostarnos a dormir con un libro poderoso, el de Flores, recostado en nuestro pecho. Pero es apenas el inicio. En efecto. Su Poesía Completa es el inicio de algo más allá de lo importante. Es entonces, hacia el 2002, cuando despierta y contempla lo que había tenido ante sus ojos, toda la vida: que la vida es pequeña, que el ego es solo un otro inoportuno. Es un despertar. Algo sucede en esa cabeza. Abre los ojos un Marco Antonio que deja de mirarse al espejo y se ve hacia adentro. Había visto mucho hacia afuera: mujeres, crepúsculos, países, incluso, se había visto hacia dentro de sí mismo mil veces, pero algo lo hace volver a la pregunta cavernícola, a esa que se planteó —acaso él mismo, hace millones de años—: “Quién soy”.
Ese tipo está pariendo. Es hora de empezar. Precisamente, cuando concluye sabe que es hora de comenzar. Ha llegado el momento. Hasta entonces, solo era una gota tumultuosa en el océano. Arrancada la máscara del silencio, ahora nos da a conocer ese hermoso punto de partida titulado La estación del crepúsculo.
Su Poesía Completa no incluye lo escrito posteriormente, en esta década, quizá lo conozcamos en un futuro.

El escritor

Marco Antonio Flores (Guatemala, 1937). Poeta, narrador, ensayista y periodista. Es Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias 2006.
De su narrativa sobresalen sus novelas Los Compañeros (1976), En el filo (1993), Los muchachos de antes (1996) y Las batallas perdidas (1999). Además ha publicado libros de cuentos, ensayo, columnas periodísticas y obras de teatro.
Poemarios: La voz acumulada (Guatemala-México-La Habana, 1960-1963); Viento norte (Praga-Guatemala, 1963-1964), Muros de luz (La Habana-Guatemala, 1963-1967); La derrota (México-París, 1967-1970); Crónica de los años de fuego (Guatemala-México, 1972-1983); Persistencia de la memoria (México, 1986-1987); Un ciego fuego en el alma (S/F) y La estación del crepúsculo (Winterbourn Dawn, Bristol, Inglaterra-México-Guatemala, 2000-2002).
Poesía completa. F&G Editores. Colección Biblioteca Guatemala. 564 páginas. ISBN: 978-9929-552-12-8.

martes, 26 de abril de 2011

La comedia y la tragedia nacional

El teatro guatemalteco ha tenido grandes épocas; algunas bastante tristes.


Por Juan Carlos Lemus

En el río de la vida confluyen la tragedia y la comedia. El ser humano es una realidad provista de emociones. El amor y el odio, el llanto y la risa, la ira o la serenidad viajan con él desde que nace hasta que muere. Es el cielo y el infierno. Por eso La Divina Comedia no se refiere solamente a una eterna carcajada, como tampoco las desdichas de Don Quijote son nada más un mar de melancolía.El arte, como mediador entre los hombres y la esencia del universo, contiene todas las polaridades factibles de la existencia, y a eso se debe que un espectador, ante un óleo o ante una obra de teatro, reclame algo semejante a un espejo: lo bello, lo bueno, lo doloroso, la alegría, la amargura; todo aquello que abrase su hoguera emocional.
Sería injusto exigir a un país —o a un grupo teatral— que solamente interprete las tragedias de Sófocles o que divierta con las comedias de Molière, pues tanto el dolor como la alegría forman parte de la totalidad. De igual manera sería necio descartar lo que venga de Dario Fo tan solo porque aceptamos como última la palabra de Shakespeare.
A partir de tragedia y comedia, el teatro se ha desarrollado a través de los siglos, e incontables ramificaciones trepan en su historia, a veces difiriendo en estilos, corrientes filosóficas, costumbres o simples modas. Gracias a ello, hoy podemos hablar de un teatro religioso, místico, japonés, hindú, medieval, profano, moderno, isabelino, barroco, popular, cómico, neoclásico, romántico, absurdo, realista, dialéctico, existencialista, experimental, ecléctico y un largo etcétera.
No tiene más valor una función teatral que otra solo porque tenga impreso en el programa de mano el nombre de Schiller, el de Ibsen o el de Victor Hugo. Lo que cuenta en una sala de teatro, aparte de factores técnicos y utilitarios, es la interpretación. De los actores depende incendiar o enfriar los escenarios. Ellos tienen la oportunidad de dinamitar el tedio de una tarde. Una función puede ser brillante o mediocre. Todo depende de la preparación y de la vocación de los actores.
Escribió Peter Paul Brook (Londres, 1925), uno de los directores más influyentes del teatro contemporáneo, en su ensayo El espacio vacío: “La crisis de Broadway, la de París y la del West End es la misma: no es necesario que los empresarios nos digan que el teatro es mal negocio, ya que incluso el público lo advierte. Lo cierto es que si el público exigiera el verdadero entretenimiento del que tanto habla, casi todos nos hallaríamos en el aprieto de saber por dónde empezar”.
Cualquiera podrá objetar que los actores y las compañías de teatro son libres de representar lo que quieran ante un pueblo; es más, pueden asegurar que la prueba de su éxito está en las taquillas y que no necesitan la crítica de un experto, ni la de un carnicero común y corriente. Pero hay una regla elemental, bastante práctica y clara: todo aquello por lo cual una persona paga algún dinero salido de su bolsillo es susceptible de ser criticado, así sea un banano o una ópera. ¿Cómo no habríamos de dar un vistazo al teatro ramplón y diferenciarlo de aquellos que hicieron un trabajo serio y disciplinado?


Así comenzó todo

Las primeras manifestaciones dramáticas del país fueron destruidas por los españoles, durante la Conquista. A tal atrocidad sobrevivió el Rabinal Achi’, texto anónimo que representa una rivalidad política que existía entre los grupos quichés y los de Rabinal.
El antropólogo Carlos René García Escobar explica que fue conocido, en el siglo XVI, “como Danza del Tun, del Uleutum o del Tum Teleche”.
Los europeos sustituyeron aquellas representaciones por pastorelas, loas y otras obras religiosas que celebraban en los atrios de las iglesias.
En su momento, Rafael Carrera —gobernó Guatemala de 1844 a 1848 y de 1851 a 1865— se aventuró a traer compañías de ópera. El historiador Héctor Gaitán explica en su libro Historias de la Ciudad de Guatemala que antes de Carrera ya se había montado Adolfo y Clara, en 1835, la primera ópera presentada en el país, en Teatro de Fedriani.
Cuando en 1859 fue inaugurado el Teatro Carrera —más tarde llamado Colón— se siguieron presentando óperas, operetas, zarzuelas y revistas musicales. Para 1900 el Teatro Colón tenía 40 años de existencia y seguía ofreciendo los mismos géneros artísticos. Según el doctor Francisco Albizúrez Palma, en la Historia de la Literatura Guatemalteca, “el teatro nacional casi nace a partir de la década de los cuarenta. El desarrollo de esa actividad había sido muy pobre en nuestro medio”. En efecto, apenas una década antes había nacido la dramaturgia nacional, con Manuel Galich, quien en 1932 escribió Los conspiradores.
Esos años, 1930 y 1940, fueron la transición de la interpretación de óperas y revistas musicales hacia las primeras compañías teatrales, las cuales surgieron entre 1945 y 1948: “Alrededor de la educadora española María de Sellarés, refugiada republicana en nuestro país, invitada por el presidente de aquella época, el también pedagogo doctor Juan José Arévalo”, explica Antonio Móvil en su Historia del Arte Guatemalteco.
El mismo investigador agrega que el grupo inicial estuvo integrado por estudiantes del Instituto Central para Señoritas Belén, cuya directora era Sellarés, y entre otros, por los entonces jóvenes “Carlos y Roberto Mencos, Luis I. Rivera, Carlos Caal, René Molina, Ester Sellarés, Matilde Montoya, Carmen Antillón, Ligia Bernal, Consuelo Miranda y Alicia Mendoza, quienes, después, en 1951, formaron el Teatro de Arte Universitario (Tau) y las Misiones culturales ambulantes del Tau, organizadas por Ligia Bernal y Hugo Carrillo”.
Aquellos jóvenes actuaban en el auditorio de Belén; después, en el cine Lux, donde interpretaron escenas de Mariana Pineda, de García Lorca; Esther, de Racine; Kukulcán, de Miguel Ángel Asturias; el drama quechua peruano Ollantay, y Quiché Achí, de Carlos Girón Cerna.
La Universidad Popular, por su parte, formó actores desde 1946, desde que Manuel Lizandro Chávez fundó el aula Cultura Teatral Thalía. En 1963, el maestro Rubén Morales Monroy sucedió en el puesto a Chávez y organizó los históricos festivales de Teatro Guatemalteco. Se desarrollaron 18 en total. Aquello hizo florecer lo que hoy llamaríamos la época de oro del teatro.
Una obra emblemática es Los árboles mueren de pie, de Alejandro Casona, que varias generaciones pudieron apreciar en el teatro de la Universidad Popular. Esa ha sido la obra más taquillera del teatro nacional, pues tuvo más de mil funciones.
Llegados a este punto, podría objetarse que la más taquillera, hasta ahora, no es la obra maestra de Casona, sino El día que Teco temió, la cual en febrero de este año celebró sus más de mil funciones. Pero no hablamos aquí de espectáculos cómicos ni de otros pasatiempos similares, sino de arte escénico. La diferencia es abismal. Sería inmerecido situar en igual género lo actuado por Míldred Chávez, Eva Ninfa Mejía y Herbert Meneses en Los árboles mueren de pie, o a memorables actrices como María Teresa Martínez, Cristy Cóbar, Samara de Córdova, Consuelo Miranda, Cony de Fleck o María Mercedes Arrivillaga, por citar solo unos cuantos nombres, junto a espectáculos actuales tales como Brutas o cabronas, Baño de mujeres o Ellas los prefieren feos.
Hay canasto para todo, pero es justo establecer diferencias. Algunos de esos espectáculos cómicos incluyen la participación de estríperes y de locas felinas que gatean en el escenario, lo cual puede ser hermoso para quien así lo prefiera; hay público para todo y las preferencias son todas respetables; sería cobarde, eso sí, evadir aquí la responsabilidad de asegurar que muchas de esas obras brillan por su pobreza de ingenio, por su total falta de creatividad, su opacidad escénica y grave deficiencia actancial.
En cuanto a los escenarios y la utilería, en la historia del teatro los hay lujosos, en tanto que otros son bastante sobrios. Esa variedad obedece a corrientes filosóficas teatrales, no a la pobreza o la explotación de los actores y de una estafa al público, como suele suceder. Veamos un poco de corrientes y protagonistas.


Los teóricos

Entre los grandes renovadores del teatro occidental tenemos a Bertold Brecht, Paul Claudel, Samuel Becket, Konstantín Stanislavsky, Jerzy Grotowski, Eugenio Barba y Ariane Mnouchkine.
Stanislavsky, por ejemplo, propuso un método de actuación realista que influye incluso hoy en día en las escuelas de teatro modernas. Contrario a los estilos anteriores, como el romántico o el melodramático, en los cuales había cierta actitud artificiosa de los actores, propuso abordar a los personajes por medio de la psicología. Entre sus ejercicios está que el actor debería revivir alguna situación afectiva y emocional de su vida personal semejante a la de su personaje, para hacerlo más real; por ejemplo, la pérdida de un ser querido.
Grotowski encontró que el teatro tradicional contenía demasiada dependencia de los elementos técnicos. Según él, el actor debía prescindir de los trajes onerosos y de otros elementos tales como el maquillaje, los decorados y demás signos teatrales. Su filosofía ha sido comparada con la de un monje budista, en el sentido de que cada actor debe hacer de su vocación una filosofía de vida. Mal interpretado, Grotowski es un medio para economizar gastos. Uno de sus discípulos fue el italiano Eugenio Barba, creador, junto con Nicole Savarese y Ferdinando Taviani, del concepto de antropología teatral.
Otro gran teórico, el ruso Vsévolod Meyerhold, dio más importancia a la concepción plástica y a las luces que a la actitud psicológica de los actores. Propuso un tipo de presentación más abstracta, como el uso de escaleras, tarimas o plataformas móviles para que el actor manifestara sus emociones.
Antonin Artaud es uno de los más extraños directores y teóricos que ha tenido el teatro; pasó muchos años recluido en hospitales psiquiátricos. Quiso destruir las bases de cualquier teatro tradicional e instauró su teatro de la crueldad, en el cual se intentó hacer partícipe al espectador, provocándole vómitos, soltando malos olores, ruidos estridentes; incluso, derramando sangre de animales y otros recursos para incitar el caos.
Muy distinto es el teatro que propuso Bertold Brecht, quien lo llevó al máximo apogeo marxista. Si el teatro aristotélico pretendía que el teatro fuese un reflejo de la realidad y de las pasiones humanas, Brecht intentó que el espectador cambiara esa realidad. Buscaba de este una actitud crítica, racional, de análisis social e intelectual, pero a la vez produjo contenidos humorísticos, a veces paródicos y siempre de fondo filosófico.
Con esas y otras bases de actuación o de dirección, bien podemos admirar lo que han hecho y siguen haciendo varios artistas en el país, tanto en la capital como en los departamentos. Es decir, las redes del teatro superficial no atraparon a todos los grupos.


De la tragedia al vacío

En nuestro país el conflicto armado, que duró 36 años —de 1960 a 1996—, afectó también al teatro y aún se observan las consecuencias. Fue una época en la que las dictaduras militares sembraron terror al punto de que cercenaron la actividad artística. Algunos actores fueron acusados de comunistas y perseguidos como delincuentes. Poetas, dramaturgos y actrices salieron al exilio.
Es el caso, entre otros, de Abel Solares —Guatemala, 1954—, hoy radicado en Tokio. Salió del país en 1980. Formaba parte de Teatro Vivo, un grupo que se presentaba en áreas marginales, fábricas, escuelas, prisiones o parques. La misma suerte corrieron la actriz Carmen Samayoa, Édgar Flores, Carlos Obregón y Mario González. Este último es, en la actualidad, maestro de maestros en universidades de París.
Peor suerte corrieron, el 29 de enero de 1981, varios artistas, en el antiguo Paraninfo Universitario, cuando fueron baleados mientras compartían sus proyectos con el público. Ese día murieron nueve personas. La actriz Zoila Portillo sobrevivió a 18 balazos. Aquel cuadro hizo que muchos directores y actores cambiaran el rumbo del teatro. Era necesario. De aquel desastre, la actividad teatral se aferró a la comedia, lo cual, como advertíamos en un principio, no es menor ni mayor a la tragedia, pero en honor a los grandes comediantes y virtuosos actores que ha tenido el país, justo es señalar que otros abarataron su huella. Se propagó cierto interés por hacer un teatro menos que cómico; hicieron un teatro que después de la guerra pudo levantar el ancla, pero que se quedó en la fábrica de chiste fácil, del descuido en la actuación y hasta la incongruencia de los contenidos.
“Hay una diferencia radical entre teatro popular y el teatro sensacionalista de mal gusto. De hecho, las dos cosas se confunden, parcialmente”, dijo Mario González, desde París, cuando fue entrevistado por Prensa Libre en el 2003.


Los invisibles

Hubo un tiempo en el que eran antagonistas las bellas artes y el teatro callejero. Se creía que a las salas de teatro iba la gente bien, y a las ferias, la chusma. El teatro era para la gente culta, y el circo, para los pobres. Eso ha cambiado, afortunadamente.
Una de las actrices más respetadas, Patricia Orantes, destaca del teatro guatemalteco actual el importante trabajo que hacen varios artistas que suelen pasar inadvertidos: “Ahí está don José León Coloch dirigiendo el Rabinal Achi’. Allí está la gente de los barrios contando su tragedia. Pero no se ven, no aparecen en las carteleras con fotos a colores y ofertas. Allí están los jóvenes de Quetzaltenango, los Armadillos, los Andamios, los Sotziles, los Lúdicos, los jóvenes de las muestras de teatro, los estudiantes, los que no dejan de formarse. Ese es otro territorio que no persigue la seriedad ni la risa. ¿Por qué el facilismo? ¿Por qué la búsqueda de la taquilla? No sé, quizás porque el mundo globalizado empuja a no pensar, empuja a la individualidad, a la venta, a la oferta y la demanda. Y estaría difícil vender heridas, vender la realidad, vender pensamiento”.
Algo mágico sucede cuando el espectador y el actor interactúan. Un universo es creado.
El teatro es una herramienta poderosa, pero muchas compañías exitosas desaprovechan el poder de convocatoria que tienen y optan por estafar al público, pues le ofrecen hienas con piel de oveja; lo hacen con tal cinismo que convendría poner en práctica el uso del libro de la Diaco cada vez que se cierra el telón.