martes, 26 de abril de 2011

La comedia y la tragedia nacional

El teatro guatemalteco ha tenido grandes épocas; algunas bastante tristes.


Por Juan Carlos Lemus

En el río de la vida confluyen la tragedia y la comedia. El ser humano es una realidad provista de emociones. El amor y el odio, el llanto y la risa, la ira o la serenidad viajan con él desde que nace hasta que muere. Es el cielo y el infierno. Por eso La Divina Comedia no se refiere solamente a una eterna carcajada, como tampoco las desdichas de Don Quijote son nada más un mar de melancolía.El arte, como mediador entre los hombres y la esencia del universo, contiene todas las polaridades factibles de la existencia, y a eso se debe que un espectador, ante un óleo o ante una obra de teatro, reclame algo semejante a un espejo: lo bello, lo bueno, lo doloroso, la alegría, la amargura; todo aquello que abrase su hoguera emocional.
Sería injusto exigir a un país —o a un grupo teatral— que solamente interprete las tragedias de Sófocles o que divierta con las comedias de Molière, pues tanto el dolor como la alegría forman parte de la totalidad. De igual manera sería necio descartar lo que venga de Dario Fo tan solo porque aceptamos como última la palabra de Shakespeare.
A partir de tragedia y comedia, el teatro se ha desarrollado a través de los siglos, e incontables ramificaciones trepan en su historia, a veces difiriendo en estilos, corrientes filosóficas, costumbres o simples modas. Gracias a ello, hoy podemos hablar de un teatro religioso, místico, japonés, hindú, medieval, profano, moderno, isabelino, barroco, popular, cómico, neoclásico, romántico, absurdo, realista, dialéctico, existencialista, experimental, ecléctico y un largo etcétera.
No tiene más valor una función teatral que otra solo porque tenga impreso en el programa de mano el nombre de Schiller, el de Ibsen o el de Victor Hugo. Lo que cuenta en una sala de teatro, aparte de factores técnicos y utilitarios, es la interpretación. De los actores depende incendiar o enfriar los escenarios. Ellos tienen la oportunidad de dinamitar el tedio de una tarde. Una función puede ser brillante o mediocre. Todo depende de la preparación y de la vocación de los actores.
Escribió Peter Paul Brook (Londres, 1925), uno de los directores más influyentes del teatro contemporáneo, en su ensayo El espacio vacío: “La crisis de Broadway, la de París y la del West End es la misma: no es necesario que los empresarios nos digan que el teatro es mal negocio, ya que incluso el público lo advierte. Lo cierto es que si el público exigiera el verdadero entretenimiento del que tanto habla, casi todos nos hallaríamos en el aprieto de saber por dónde empezar”.
Cualquiera podrá objetar que los actores y las compañías de teatro son libres de representar lo que quieran ante un pueblo; es más, pueden asegurar que la prueba de su éxito está en las taquillas y que no necesitan la crítica de un experto, ni la de un carnicero común y corriente. Pero hay una regla elemental, bastante práctica y clara: todo aquello por lo cual una persona paga algún dinero salido de su bolsillo es susceptible de ser criticado, así sea un banano o una ópera. ¿Cómo no habríamos de dar un vistazo al teatro ramplón y diferenciarlo de aquellos que hicieron un trabajo serio y disciplinado?


Así comenzó todo

Las primeras manifestaciones dramáticas del país fueron destruidas por los españoles, durante la Conquista. A tal atrocidad sobrevivió el Rabinal Achi’, texto anónimo que representa una rivalidad política que existía entre los grupos quichés y los de Rabinal.
El antropólogo Carlos René García Escobar explica que fue conocido, en el siglo XVI, “como Danza del Tun, del Uleutum o del Tum Teleche”.
Los europeos sustituyeron aquellas representaciones por pastorelas, loas y otras obras religiosas que celebraban en los atrios de las iglesias.
En su momento, Rafael Carrera —gobernó Guatemala de 1844 a 1848 y de 1851 a 1865— se aventuró a traer compañías de ópera. El historiador Héctor Gaitán explica en su libro Historias de la Ciudad de Guatemala que antes de Carrera ya se había montado Adolfo y Clara, en 1835, la primera ópera presentada en el país, en Teatro de Fedriani.
Cuando en 1859 fue inaugurado el Teatro Carrera —más tarde llamado Colón— se siguieron presentando óperas, operetas, zarzuelas y revistas musicales. Para 1900 el Teatro Colón tenía 40 años de existencia y seguía ofreciendo los mismos géneros artísticos. Según el doctor Francisco Albizúrez Palma, en la Historia de la Literatura Guatemalteca, “el teatro nacional casi nace a partir de la década de los cuarenta. El desarrollo de esa actividad había sido muy pobre en nuestro medio”. En efecto, apenas una década antes había nacido la dramaturgia nacional, con Manuel Galich, quien en 1932 escribió Los conspiradores.
Esos años, 1930 y 1940, fueron la transición de la interpretación de óperas y revistas musicales hacia las primeras compañías teatrales, las cuales surgieron entre 1945 y 1948: “Alrededor de la educadora española María de Sellarés, refugiada republicana en nuestro país, invitada por el presidente de aquella época, el también pedagogo doctor Juan José Arévalo”, explica Antonio Móvil en su Historia del Arte Guatemalteco.
El mismo investigador agrega que el grupo inicial estuvo integrado por estudiantes del Instituto Central para Señoritas Belén, cuya directora era Sellarés, y entre otros, por los entonces jóvenes “Carlos y Roberto Mencos, Luis I. Rivera, Carlos Caal, René Molina, Ester Sellarés, Matilde Montoya, Carmen Antillón, Ligia Bernal, Consuelo Miranda y Alicia Mendoza, quienes, después, en 1951, formaron el Teatro de Arte Universitario (Tau) y las Misiones culturales ambulantes del Tau, organizadas por Ligia Bernal y Hugo Carrillo”.
Aquellos jóvenes actuaban en el auditorio de Belén; después, en el cine Lux, donde interpretaron escenas de Mariana Pineda, de García Lorca; Esther, de Racine; Kukulcán, de Miguel Ángel Asturias; el drama quechua peruano Ollantay, y Quiché Achí, de Carlos Girón Cerna.
La Universidad Popular, por su parte, formó actores desde 1946, desde que Manuel Lizandro Chávez fundó el aula Cultura Teatral Thalía. En 1963, el maestro Rubén Morales Monroy sucedió en el puesto a Chávez y organizó los históricos festivales de Teatro Guatemalteco. Se desarrollaron 18 en total. Aquello hizo florecer lo que hoy llamaríamos la época de oro del teatro.
Una obra emblemática es Los árboles mueren de pie, de Alejandro Casona, que varias generaciones pudieron apreciar en el teatro de la Universidad Popular. Esa ha sido la obra más taquillera del teatro nacional, pues tuvo más de mil funciones.
Llegados a este punto, podría objetarse que la más taquillera, hasta ahora, no es la obra maestra de Casona, sino El día que Teco temió, la cual en febrero de este año celebró sus más de mil funciones. Pero no hablamos aquí de espectáculos cómicos ni de otros pasatiempos similares, sino de arte escénico. La diferencia es abismal. Sería inmerecido situar en igual género lo actuado por Míldred Chávez, Eva Ninfa Mejía y Herbert Meneses en Los árboles mueren de pie, o a memorables actrices como María Teresa Martínez, Cristy Cóbar, Samara de Córdova, Consuelo Miranda, Cony de Fleck o María Mercedes Arrivillaga, por citar solo unos cuantos nombres, junto a espectáculos actuales tales como Brutas o cabronas, Baño de mujeres o Ellas los prefieren feos.
Hay canasto para todo, pero es justo establecer diferencias. Algunos de esos espectáculos cómicos incluyen la participación de estríperes y de locas felinas que gatean en el escenario, lo cual puede ser hermoso para quien así lo prefiera; hay público para todo y las preferencias son todas respetables; sería cobarde, eso sí, evadir aquí la responsabilidad de asegurar que muchas de esas obras brillan por su pobreza de ingenio, por su total falta de creatividad, su opacidad escénica y grave deficiencia actancial.
En cuanto a los escenarios y la utilería, en la historia del teatro los hay lujosos, en tanto que otros son bastante sobrios. Esa variedad obedece a corrientes filosóficas teatrales, no a la pobreza o la explotación de los actores y de una estafa al público, como suele suceder. Veamos un poco de corrientes y protagonistas.


Los teóricos

Entre los grandes renovadores del teatro occidental tenemos a Bertold Brecht, Paul Claudel, Samuel Becket, Konstantín Stanislavsky, Jerzy Grotowski, Eugenio Barba y Ariane Mnouchkine.
Stanislavsky, por ejemplo, propuso un método de actuación realista que influye incluso hoy en día en las escuelas de teatro modernas. Contrario a los estilos anteriores, como el romántico o el melodramático, en los cuales había cierta actitud artificiosa de los actores, propuso abordar a los personajes por medio de la psicología. Entre sus ejercicios está que el actor debería revivir alguna situación afectiva y emocional de su vida personal semejante a la de su personaje, para hacerlo más real; por ejemplo, la pérdida de un ser querido.
Grotowski encontró que el teatro tradicional contenía demasiada dependencia de los elementos técnicos. Según él, el actor debía prescindir de los trajes onerosos y de otros elementos tales como el maquillaje, los decorados y demás signos teatrales. Su filosofía ha sido comparada con la de un monje budista, en el sentido de que cada actor debe hacer de su vocación una filosofía de vida. Mal interpretado, Grotowski es un medio para economizar gastos. Uno de sus discípulos fue el italiano Eugenio Barba, creador, junto con Nicole Savarese y Ferdinando Taviani, del concepto de antropología teatral.
Otro gran teórico, el ruso Vsévolod Meyerhold, dio más importancia a la concepción plástica y a las luces que a la actitud psicológica de los actores. Propuso un tipo de presentación más abstracta, como el uso de escaleras, tarimas o plataformas móviles para que el actor manifestara sus emociones.
Antonin Artaud es uno de los más extraños directores y teóricos que ha tenido el teatro; pasó muchos años recluido en hospitales psiquiátricos. Quiso destruir las bases de cualquier teatro tradicional e instauró su teatro de la crueldad, en el cual se intentó hacer partícipe al espectador, provocándole vómitos, soltando malos olores, ruidos estridentes; incluso, derramando sangre de animales y otros recursos para incitar el caos.
Muy distinto es el teatro que propuso Bertold Brecht, quien lo llevó al máximo apogeo marxista. Si el teatro aristotélico pretendía que el teatro fuese un reflejo de la realidad y de las pasiones humanas, Brecht intentó que el espectador cambiara esa realidad. Buscaba de este una actitud crítica, racional, de análisis social e intelectual, pero a la vez produjo contenidos humorísticos, a veces paródicos y siempre de fondo filosófico.
Con esas y otras bases de actuación o de dirección, bien podemos admirar lo que han hecho y siguen haciendo varios artistas en el país, tanto en la capital como en los departamentos. Es decir, las redes del teatro superficial no atraparon a todos los grupos.


De la tragedia al vacío

En nuestro país el conflicto armado, que duró 36 años —de 1960 a 1996—, afectó también al teatro y aún se observan las consecuencias. Fue una época en la que las dictaduras militares sembraron terror al punto de que cercenaron la actividad artística. Algunos actores fueron acusados de comunistas y perseguidos como delincuentes. Poetas, dramaturgos y actrices salieron al exilio.
Es el caso, entre otros, de Abel Solares —Guatemala, 1954—, hoy radicado en Tokio. Salió del país en 1980. Formaba parte de Teatro Vivo, un grupo que se presentaba en áreas marginales, fábricas, escuelas, prisiones o parques. La misma suerte corrieron la actriz Carmen Samayoa, Édgar Flores, Carlos Obregón y Mario González. Este último es, en la actualidad, maestro de maestros en universidades de París.
Peor suerte corrieron, el 29 de enero de 1981, varios artistas, en el antiguo Paraninfo Universitario, cuando fueron baleados mientras compartían sus proyectos con el público. Ese día murieron nueve personas. La actriz Zoila Portillo sobrevivió a 18 balazos. Aquel cuadro hizo que muchos directores y actores cambiaran el rumbo del teatro. Era necesario. De aquel desastre, la actividad teatral se aferró a la comedia, lo cual, como advertíamos en un principio, no es menor ni mayor a la tragedia, pero en honor a los grandes comediantes y virtuosos actores que ha tenido el país, justo es señalar que otros abarataron su huella. Se propagó cierto interés por hacer un teatro menos que cómico; hicieron un teatro que después de la guerra pudo levantar el ancla, pero que se quedó en la fábrica de chiste fácil, del descuido en la actuación y hasta la incongruencia de los contenidos.
“Hay una diferencia radical entre teatro popular y el teatro sensacionalista de mal gusto. De hecho, las dos cosas se confunden, parcialmente”, dijo Mario González, desde París, cuando fue entrevistado por Prensa Libre en el 2003.


Los invisibles

Hubo un tiempo en el que eran antagonistas las bellas artes y el teatro callejero. Se creía que a las salas de teatro iba la gente bien, y a las ferias, la chusma. El teatro era para la gente culta, y el circo, para los pobres. Eso ha cambiado, afortunadamente.
Una de las actrices más respetadas, Patricia Orantes, destaca del teatro guatemalteco actual el importante trabajo que hacen varios artistas que suelen pasar inadvertidos: “Ahí está don José León Coloch dirigiendo el Rabinal Achi’. Allí está la gente de los barrios contando su tragedia. Pero no se ven, no aparecen en las carteleras con fotos a colores y ofertas. Allí están los jóvenes de Quetzaltenango, los Armadillos, los Andamios, los Sotziles, los Lúdicos, los jóvenes de las muestras de teatro, los estudiantes, los que no dejan de formarse. Ese es otro territorio que no persigue la seriedad ni la risa. ¿Por qué el facilismo? ¿Por qué la búsqueda de la taquilla? No sé, quizás porque el mundo globalizado empuja a no pensar, empuja a la individualidad, a la venta, a la oferta y la demanda. Y estaría difícil vender heridas, vender la realidad, vender pensamiento”.
Algo mágico sucede cuando el espectador y el actor interactúan. Un universo es creado.
El teatro es una herramienta poderosa, pero muchas compañías exitosas desaprovechan el poder de convocatoria que tienen y optan por estafar al público, pues le ofrecen hienas con piel de oveja; lo hacen con tal cinismo que convendría poner en práctica el uso del libro de la Diaco cada vez que se cierra el telón.